20 de junio de 2021

El fútbol vuelve a Sevilla, la ilusión no

La última vez que Sevilla acogió un encuentro de la fase final de un gran evento, estuvimos ante uno de los mejores partidos de la historia. Hace casi cuarenta años, pero aquella semifinal entre Francia y Alemania en el Mundial de 1982 sigue estando presente entre quienes la vieron una calurosa noche de julio en el Sánchez Pizjuán. Cuatro décadas y una pandemia después, el destino ha querido que Sevilla sea la sede de la selección española de la Eurocopa 2020, aplazada a 2021.

Cuando aquel dramático encuentro se disputó, el Olímpico de la Cartuja aún no estaba ni en la mente de sus arquitectos, al igual que el recinto donde se alberga. La isla de la Cartuja, que le da nombre al estadio, era un páramo desolado, adecentado un lustro después para las obras de la Expo '92. Pero no sólo la fisionomía urbana de Sevilla ha cambiado diametralmente. A la entonces Furia española le quedaba mucho tiempo para ser la Roja, eclosionar del letargo y saborear las mieles del éxito. Faltaban dos años para que naciera Andrés Iniesta, y Xavi Hernández e Iker Casillas aún manchaban pañales.

Quizás aquellas victorias del Mundial de 2010 y las Eurocopas de 2008 y 2012 nos malacostumbraron. España abandonó la eliminación periódica en cuartos de final —a veces, incluso antes— para superar unas rondas y levantar unos trofeos que sólo veíamos por televisión. Hoy mientras aquellos bebés ya peinan canas, nos toca volver a la triste y cruda realidad: aquella generación dorada fue una anomalía histórica, el paso fugaz del cometa Halley que tardaremos muchos años en volver a ver.

El secreto de aquella Roja, y quizá la clave de que la actual selección no termine de convencer, estaba en una confluencia de factores: un bloque unido y calcado al que cosechaba éxitos paralelos con el FC Barcelona, hambre de títulos que hoy parece saciada, un once definido con rotaciones justas y varios jugadores que coincidieron en su mejor edad practicando el mejor fútbol del mundo.

Anoche, España decepcionó en un partido donde Jordi Alba fue de los pocos que brillaron. La falta de puntería y la poca profundidad encontraron el blanco de las dianas en Álvaro Morata como chivo expiatorio. Luis Enrique cedió al clamor popular y colocó a Gerard Moreno en el once titular, compartiendo dupla con el atacante de la Juventus. Suyo fue el tanto en diferido que adelantó a la Roja —no me acostumbro a cantar los goles medio minuto después; el precio del progreso, supongo—, para resarcirse de las críticas tras el partido contra Suecia.

Poco duró la alegría. Los fantasmas del encuentro anterior volvieron tan pronto como Lewandowski empató para Polonia. Con el tanto del delantero del Bayern, la desilusión se instaló en las gradas y los sofás, sólo aliviada unos minutos después cuando el colegiado Daniele Orsato señaló el punto de penalti para los nuestros. En el fútbol, las emociones son efímeras. Se puede pasar de la decepción a la euforia para volver luego a ella, tan pronto como el balón decide irse afuera, zafarse de los guantes del portero o estrellarse en el palo. 

Eso ocurriría con el lanzamiento de Gerard Moreno desde los once metros. La apatía e inmadurez que transmite España, junto al poco peligro impreso en las ocasiones y un juego sin personalidad, nos sume en un sopor propio de otra época. Todo se decidirá el miércoles ante Eslovaquia, aunque las sensaciones entre la afición no son positivas. Dicen que en fútbol lo importante es cómo acaba todo. Ya ni siquiera jugamos como nunca, pero decepcionamos como siempre.

1 comentario:

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